A finales del siglo pasado el antropólogo Alan Fiske estableció que todos los grupos humanos se relacionan de cuatro maneras básicas o, lo que es lo mismo, que hay cuatro explicaciones diferentes para entender las relaciones justas. Las relaciones de igualdad, según las cuales todas las personas son sujetos de los mismos derechos y obligaciones por el mero hecho de pertenecer a un mismo grupo. Son justas, pues, aquellas relaciones que se establecen entre iguales y son iguales aquellos que se reconocen como tales por el hecho de formar parte del mismo colectivo. El documento que las avala es el pasaporte, en tanto en cuanto otorga carta de ciudadanía a una persona y son estas relaciones las que obligan, por ejemplo, a pagar impuestos y a recibir educación o sanidad básica según las leyes de los diferentes estados. Esto explicaría de alguna manera por qué, para algunos, las personas inmigrantes que no reciben los papeles al llegar de manera irregular a nuestro territorio no tienen derecho a una tarjeta sanitaria, por ejemplo.
Son iguales aquellos que se reconocen como tales por el hecho de formar parte del mismo colectivo
Las de mercado, según las cuales las personas tienen obligaciones y derechos en la misma cuantía en la que aportan al grupo. La idea de justicia en estas relaciones prescribe que es justo que el que más aporta más reciba. El documento que califica estas relaciones es el billete de banco -el dinero- y así una persona rica tendría acceso a unas prestaciones diferentes que una pobre. Esto, que no debería ser así en muchos casos y especialmente en la prestación de los servicios básicos, se manifiesta claramente en el acceso a la justicia, la sanidad de pago o la educación privada.
Las jerárquicas, en las que una persona tiene derechos y obligaciones según sea su estatus, su posición en el grupo. La justicia, lo justo, se establece desde la idea de lugar o estrato. Un director cobra más en una empresa porque su nivel en la escala jerárquica es mayor que el de un mero administrativo. Este tipo de relaciones podría explicar también aquel viejo dicho de “las mujeres y los niños primero” o el más gráfico aún del “usted no sabe con quién está hablando”. Las llamadas fuerzas vivas de la sociedad (el cura, el alcalde, el cabo de la Guardia Civil, el médico o el maestro) tenían, por el solo hecho de serlo, sitio reservado, privilegios que nadie discutía en principio.
No se puede mercantilizar lo público, pues su lugar natural son las relaciones de igualdad
Por último estarían las de comunidad que, de alguna manera, recordarían el viejo aforismo marxista “a cada uno según su necesidad, de cada uno según su capacidad”. Según estas la justicia es un concepto relativo a la situación vital de cada uno y se basa en la autopercepción y la responsabilidad individual (honestidad) de cada cual, que cogerá de la caja común lo que vaya precisando y aportará todo lo que pueda.
Estas relaciones, siempre según Fiske, funcionan bien cuando se identifica perfectamente en qué momento debe ejercerse cada una: no se puede mercantilizar lo público, pues su lugar natural son las relaciones de igualdad; no se pueden ejercer relaciones comunitarias en la economía pues lo lógico es que estas sean relaciones mercantiles; no parece conveniente jerarquizar las relaciones familiares (“cuando seas padre comerás dos huevos”) pues la familia es el lugar perfecto para expresar unas relaciones de comunidad. Etcétera.
Y, sin embargo, son numerosos los ejemplos de cómo equivocamos, en el ámbito socioeconómico, las relaciones que deben regir las interacciones entre las personas y diversos agentes, incluso entre ellas mismas. Os reto a que en este mes de febrero encontréis contradicciones o, mejor aún, buenas prácticas de cómo instaurar relaciones de equidad o comunidad en ámbitos tradicionalmente dejados a la jerarquía y la mercantilización. Y las visibilicemos. Las primeras, para denunciarlas y las segundas, para ponerlas en valor.
(*) Parte de esta columna está extractada de mi libro Las cuentas de la vieja.
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